martes, 6 de septiembre de 2011

Si encuentran ustedes este mundo malo, deberían ver algunos de los otros Philip K. Dick


El caso de nuestro muy Venerable Fratrer Philip K. Dick, es muy curioso, pues aunque hace ya algún tiempo que pasó al Oriente Eterno, está muy presente, hoy en día, en todos los medios humanos además de los artísticos y culturales. Podría decirse que un Avatar egregórico suyo estuviese detrás nuestro exhortándonos ¡despertad, por favor, despertad! Es la prueba palpable de que el Espíritu no solo no muere sino que permanece estable en su perpetua Eternidad.


Conferencia pronunciada en la convención de cf de Metz (1977)

Debo decirles cuánto aprecio que me hayan pedido compartir con ustedes algunas de mis ideas. Un novelista suele llevar constantemente consigo aquello que la mayoría de las mujeres llevan en su bolso: muchas cosas inútiles, algunos utensilios esenciales, y también, para completar el peso, un montón de objetos que pueden situarse entre ambos extremos. Pero el escritor no transporta nada de esto físicamente: sus posesiones son mentales.


Añade aquí y allá una idea nueva y completamente superflua; de tanto en tanto hace a regañadientes un poco de limpieza y, derramando algunas lágrimas sentimentales, echa a la basura las ideas más evidentemente sin valor. Pero, algunas pocas veces, cae por azar sobre una idea totalmente increíble que espera se les aparecerá a todos los demás tan nueva como se le aparece a él.

Es esta categoría la que da dignidad a su existencia. Pero, a lo largo de toda esa existencia, el escritor transmitirá a los demás tan solo unas pocas de estas inapreciables ideas. Aunque eso será suficiente: a través de ella habrá justificado su vida ante sí mismo y ante su Dios.

Un aspecto extraño de estas ideas raras y extraordinarias, un aspecto que siempre me ha sorprendido, es que revisten, para aparecer, el engañoso manto de la evidencia. Quiero decir que, una vez que las ideas han emergido o han aparecido o han nacido, sea cual sea la forma en que una idea nace a la existencia, el escritor se dice a sí mismo: «Pues claro. ¿Cómo me las he arreglado para no darme cuenta antes?» Pero observen la expresión «darme cuenta». Es la clave. Ha encontrado algo nuevo que al mismo tiempo estaba ya allí, en alguna parte, desde siempre.

En realidad, la idea simplemente ha salido a la superficie. Porque siempre había estado ahí. No la ha inventado, ni siquiera la ha encontrado; de algún modo, es ella quien lo ha encontrado a él. De hecho, y esto es un poco inquietante, el escritor no ha inventado la cosa, sino que ha sido ella quien lo ha inventado a él. Es como si la idea le hubiera creado para sus propios propósitos.

Creo que es por eso precisamente por lo que nos encontramos ante este fenómeno, bien conocido algunas veces en la historia: una nueva idea sensacional golpea exactamente al mismo tiempo a varios investigadores o a varios pensadores. Entonces decimos «su tiempo había llegado», y arreglamos así las cosas, como si con ello lo hubiéramos explicado todo, desembarazándonos de esta forma de nuestra toma de conciencia de que las ideas son algo vivo.

¿Qué quiero decir al afirmar, a propósito de una idea o de un pensamiento, que está vivo? ¿El que aferra a los hombres y los utiliza a fin de aparecer en la corriente de la historia humana? Los filósofo presocráticos tal vez tenían razón: el cosmos es una vasta entidad pensante. Y que no hace otra cosa más que pensar. En este caso, una alternativa: lo que nosotros llamamos el universo es simplemente una forma o un disfraz que toma esa entidad; o dicho de otro modo, ella es en cierta forma el universo...

Se pueden hallar muchas variaciones a este punto de vista panteísta, y de todas ellas la que prefiero es la que imita cuidadosamente el mundo que creemos percibir cada día, de modo que somos engañados constantemente por ella. Este es el punto de vista de la más antigua religión de la India; en cierto modo, es también la idea de Spinoza y de Alfred North Whitehead: el concepto de un Dios inmanente, de un Dios en el interior del universo, no el de una entidad trascendente que debido a ello no forma parte del mundo.

Como dice la máxima sufí: “El obrero es invisible en su taller”, donde el taller es el universo y el obrero es Dios. Pero esta idea expresa además la noción teísta de un universo creado por Dios; por mi parte, yo digo: quizá Dios no haya creado absolutamente nada sino que simplemente exista. Y nosotros pasamos nuestras vidas en su interior, de él o de ella, o de «ello», si no tiene sexo que podamos definir, preguntándonos constantemente dónde podemos encontrarlo.

Me ha gustado seguir estas vías de pensamiento durante varios años. Dios está tan cerca de nosotros como la porquería que llena nuestro cubo de la basura, para hablar con mayor exactitud, Dios es la porquería en el cubo de la basura. Pero un día un pensamiento malévolo entró en mi espíritu... y era malévolo porque minaba mi maravilloso monismo panteísta del que estaba tan orgulloso. ¿Y si van a ver ustedes cómo este escritor de ciencia ficción en particular encuentra sus historias?, ¿Y si existiera una pluralidad de universos alineados a lo largo de una especie de eje lateral, en ángulos rectos con relación al fluir lineal del tiempo?

Debo confesar que muy pronto me di cuenta de que había conjurado un enorme absurdo: diez mil cuerpos de Dios dispuestos como otros tantos trajes en un enorme cuchitril, con Dios llevándolos ya sea todos al mismo tiempo, ya sea en un orden cualquiera, murmurándose a sí mismo: «Creo que hoy me pondré este en el que Alemania y el Japón ganaron la Segunda Guerra Mundial», añadiendo en seguida: «Mañana llevaré este tan hermoso en el que Napoleón derrotó a los ingleses; uno de mis preferidos».

Esto parece absurdo, y la idea subyacente que hay en él parece insensata. Pero supongamos ahora que trabajamos esa hipótesis y decimos: ¿Y si Dios se prueba uno de esos trajes y luego, por una razón personal, cambia de opinión?» ¿Qué decide, para seguir utilizando la metáfora, que el traje que lleva no es el que desea...? Entonces el cuchitril lleno de trajes se convierte en una especie de secuencia progresiva de mundos tomados, utilizados un momento y luego arrojados en favor de otro mejor. Llegados a este punto, podemos preguntar: «¿Cómo se sentirá el traje rechazado de pronto, cómo se sentirá el universo así abandonado? ¿Qué experimentará?» Y aún más, y esto es muy importante para nosotros: ¿qué cambio experimentarán, si es que hay alguno, las formas de vida de ese universo?

Puesto que tengo el presentimiento secreto de que esto es lo que ocurre exactamente; y tengo también la intuición de que los miles de millones de formas de vida implicadas tendrán la impresión -falsa- de que nada ha ocurrido, de que nada ha cambiado. Formando parte ahora de un nuevo traje, imaginarán que siempre han sido llevadas... que siempre han sido iguales, con su bagaje completo de recuerdos que prueban la exactitud de sus impresiones subjetivas.

Nos hemos acostumbrado a pensar que todo cambio ocurre en el eje lineal del tiempo: del pasado al presente y al futuro. El presente emerge del pasado y es diferente a él: el futuro derivará del presente y tampoco él será el mismo. Es difícil imaginar que pueda existir un tiempo ortogonal, un campo lateral en el que se sitúe el cambio... procesos que existan al lado de la realidad. ¿Cómo podríamos percibir el cambio lateral? ¿Qué sentiríamos? Si intentáramos comprobar esta extraña teoría, ¿qué especie de pruebas deberíamos buscar? En otras palabras, ¿cómo puede existir cambio fuera del tiempo lineal?

Bien, consideremos ahora uno de los temas favoritos de los pensadores cristianos: la Eternidad. Desde el punto de vista histórico, este concepto ha sido una de las grandes nuevas ideas aportadas por la cristiandad. Estamos casi seguros de que la Eternidad existe... de que la palabra «Eternidad” se refiere a algo real, en contraste por ejemplo con la palabra «ángel». La Eternidad es simplemente un estado en el cual se halla uno libre, fuera del tiempo y por encima de él.

No hay pasado ni presente ni futuro, hay simplemente una pura existencia ontológica. La Eternidad no es una palabra que signifique simplemente un período muy largo de tiempo; es esencialmente atemporal. Entonces, planteo la pregunta: ¿existe el cambio en este lugar fuera del tiempo? Porque si usted dice: «Sí, la Eternidad no es estática; en ella se desarrollan acontecimientos», entonces adopto mi sonrisa de suficiencia y le muestro que ha vuelto a introducir una vez más el elemento tiempo. El concepto de «tiempo» plantea simplemente una condición, un estado o un lugar en el cual opera el cambio. Si no hay tiempo, no hay cambio.

La Eternidad es estática. Pero si bien es estática, no lo es en el sentido de una larga duración; lo es más bien como un punto geométrico que tiende infinitamente a la recta. Así, puedo defender mi teoría del cambio ortogonal o lateral diciendo: «Al menos es una idea intelectualmente mucho menos insensata que el concepto de Eternidad». Y todo el mundo habla de la Eternidad.

Déjenme presentarles otra metáfora. Supongamos que existe un amante del arte muy rico. Cada día, en la pared de la sala de estar, encima de la chimenea, los criados cuelgan un nuevo cuadro, cada día una obra maestra distinta, una tras otra, día tras día, semana tras semana, mes tras mes: cada vez, la pintura «usada» es retirada y reemplazada por una nueva. Llamaré a este proceso «cambio a lo largo del eje lineal». Ahora, supongamos que los criados se hallan en la imposibilidad temporal de encontrar nuevos cuadros.

¿Qué harán entonces? No pueden contentarse con dejar colgado el de la víspera; su patrón ha decretado el cambio perpetuo de los cuadros. Entonces no dejan el antiguo, pero tampoco lo reemplazan; más bien harán algo muy inteligente. Mientras su patrón está ocupado en otra parte, los criados alteran hábilmente el cuadro que ya hay en la pared. Pintan un árbol a un lado; una manchita allá al fondo; añaden esto, suprime  aquello; hacen de esta pintura algo distinto y en cierto modo nuevo. Pero, se darán ustedes cuenta, su novedad será distinta de la que emerge del reemplazo. El patrón entra en la sala de estar tras su desayuno, se sienta frente a la chimenea, y contempla lo que debería ser un nuevo cuadro. ¿Qué es lo que ve? A buen seguro no lo que ya ha visto. Pero no parece completamente... Aquí debemos ser muy comprensivos hacia este hombre estúpido, ya que podemos ver casi los circuitos de su cerebro intentando comprender. Los circuitos dicen: «Si, es un nuevo cuadro, no es el mismo que ayer; pero al mismo tiempo es el mismo, creo, siento como una profunda intuición... tengo la sensación de que ya he visto esta escena. Pero me parece que debería haber un árbol ahí, y no hay nada.»

Si extrapolamos ahora a partir de la confusión perceptual y mental de este hombre para llegar a mi proposición teórica sobre el cambio lateral, comprenderán entonces lo que quiero decir; y quizá puedan ustedes comprender en una cierta medida que si eso de lo que hablo es posible que no exista -si mi concepto puede resultar ficticio-, si podría al menos existir. Desde el punto de vista intelectual, no se contradice a sí mismo. En tanto que autor de ciencia ficción, gravito hacia tales ideas; aquellos que trabajan en el género conocen por supuesto esta hipótesis bajo el nombre de universos paralelos.

Algunos de ustedes saben, estoy seguro de ello, que mi novela “El hombre en el castillo” utiliza este tema. En esta novela hay un mundo paralelo en el cual Alemania Japón e Italia ganaron la Segunda Guerra Mundial. En un momento determinado, uno de los protagonistas, el señor Tagomi, es transportado a nuestro mundo, aquel en el cual las fuerzas del Eje perdieron. Permanece en nuestro universo un lapso de tiempo muy breve, luego se ve proyectado a su punto de partida, aterrorizado, inmediatamente después de darse cuenta de lo que ha ocurrido... y evitará volver a pensar en ello ya que todo ha sido para él una experiencia profundamente desagradable.

Como japonés, este encuentro ha sido con un universo peor que su mundo cotidiano. Para un judío, y por razones evidentes, el nuevo mundo sería infinitamente mejor. En “El hombre en el castillo” no explico realmente por qué o cómo el señor Tagomi se ha deslizado a nuestro universo; simplemente, se sentó en un parque y estudió atentamente una joya moderna hecha a mano, con un diseño abstracto.

Concentró fuertemente su atención y cuando alzó de nuevo los ojos se hallaba en otro universo. Si no doy ninguna explicación a este acontecimiento es porque no tengo ninguna solución, y desafío a cualquiera, escritor, lector o crítico, a que den una. No puede existir ninguna por la simple razón de que todos sabemos muy bien que un tal concepto es tan solo una premisa de ficción; ninguna persona mentalmente sana pretenderá ni siquiera por un instante que una fantasía así pueda existir en la realidad.

Pero pretendemos lo contrario por el simple placer del juego. Entonces, si los mundos paralelos existen, ¿cómo están conectados, si se descubre que están realmente conectados los unos a los otros? Si se trazara un mapa de estos universos, mostrando su localización, ¿a qué se parecería ese mapa? Por ejemplo (pienso que es una cuestión muy importante): ¿acaso están absolutamente desgajados los unos de los otros, o acaso se superponen? Porque, si existe superposición, entonces problemas tales como «¿Dónde existen?» y «¿Cómo se pasa del uno al otro? admitirían posibles soluciones.

Yo digo simplemente que si estos universos existen, si se superponen realmente, es posible que vivamos verdaderamente, literalmente, en varios mundos a la vez, en grados distintos, a cada momento del tiempo. Y aunque nos veamos los unos a los otros viviendo, caminando, hablando, algunos de nosotros quizá habiten porciones relativamente más grandes de lo que se podría por ejemplo llamar el Universo núm. 1; algunos otros de entre nosotros vivirían entonces una mayor porción del universo núm. 2, la pista núm. 2 si ustedes quieren, y así sucesivamente, y no serían simplemente nuestras impresiones subjetivas del mundo las que diferirían, sino que habría una mezcla, una superposición de varios mundos dando como consecuencia diferencias objetivas y no subjetivas.

Las diferencias entre nuestras percepciones serían la resultante de este estado de hecho. Añadiré esta fascinante proposición: puede que algunos de estos mundos superpuestos se hallen en trance de morir, de remontar el eje lateral del que hablaba, mientras que otros se dirigen hacia zonas de mayor realidad. Estos cambios tendrían lugar simultáneamente fuera del tiempo lineal. Estamos hablando aquí de un proceso que es una transformación, una especie de Metamorfosis. Rematada de forma invisible pero muy real. Y muy interesante.

Si contempláramos esta posibilidad de una disposición lateral de los mundos, de una pluralidad de Tierras superpuestas, a lo largo de un eje de unión por el que alguien pudiera desplazarse -o por el que alguien pudiera viajar misteriosamente de peor a aceptable, a bueno, a excelente-, si la describiéramos en términos teológicos, quizá podríamos decir que comprendemos de pronto las afirmaciones elípticas de Cristo sobre el Reino de Dios, en particular sobre su localización. Parece haber dado respuestas contradictorias y turbadoras.

Pero supongamos por un instante que la causa de nuestra perplejidad no se halla en un deseo cualquiera por su parte de sorprender o de disimular, sino en el carácter inadecuado de la cuestión. «Mi reino no es de este mundo, mi reino está en vosotros», o «está entre vosotros», estas son las palabras que se le atribuyen. Les planteo una idea que yo encuentro personalmente excitante: ¿acaso no rondaba por su cabeza la misma idea que yo presento como el eje lateral de los reinos superpuestos, que contienen entre ellos la paleta de aspectos que van de la indecible maldad hasta lo más maravilloso?

Lo que Cristo repitió constantemente es que había varios reinos objetivos, unidos entre sí de alguna forma, hacia los cuales podría constituirse un puente por los vivos... no por los muertos; y también que el reino más maravilloso de todos era esta tierra de los justos sobre la cual reinaba Él o Dios, o los dos juntos. No habló solamente de las distintas formas de ver el mundo a través de la subjetividad; su reino estaba y está aún en otro lugar, el extremo opuesto de un continuum cuyo punto de partida es la esclavitud y el sufrimiento absolutos.

Su misión era enseñar a sus discípulos el secreto del paso entre los mundos ortogonales. No se contentó con informar de lo que había allá abajo. Transmitió el método que permitía ir hasta allí. El secreto se perdió, y es una tragedia. El enemigo, la autoridad romana, lo destruyó. Por eso no lo poseemos nosotros. Pero quizá podamos volver a encontrarlo, puesto que sabemos que tal secreto existe.

Todo esto explicaría las contradicciones aparentes sobre la cuestión de saber si el Reino de los Justos se establecerá algún día sobre la tierra o si es un lugar, un estado, hacia el cual vamos después de la muerte. No es necesario que les diga lo fundamental -en tanto que no resuelta- que ha sido esta cuestión durante toda la historia de la cristiandad. Tanto Cristo como San Pablo parecen decir con insistencia que las legiones divinas aparecerán de repente en nuestro mundo y durante nuestra duración. Tras algunas peripecias excitantes, mil años de paraíso, se establecerá inmediatamente un reino legítimo... al menos para aquellos que han cumplido con su deber, que han llevado su carga y más generalmente se han dedicado a los demás... Aquellos que no se han dormido, como precisa una parábola.

El Nuevo Testamento nos insta constantemente a estar atentos, nos dice que para un cristiano cada día es el día, y que siempre estará la luz que le permitirá ver el acontecimiento cuando llegue el tiempo. Ver el acontecimiento. ¿Acaso no implica eso el que aquellos que duermen o están ciegos o no permanecen atentos no podrán ver nada de lo que llegue? Comprendan el significado de estas nociones. El Reino aparecerá aquí de pronto (esto es precisado siempre); aquellos que posean la verdadera fe lo verán, porque para ellos siempre es de día, pero los otros... lo que parece expresado aquí es el paradójico y cautivador pensamiento (escuchen bien esto y reflexionen sobre ello) de que aunque el Reino existiera entre nosotros, aquellos que no forman parte de él no lo verían.

En términos más modernos, propongo la idea de que algunos de entre nosotros emprenderán el viaje ortogonal hacia un mundo mejor, mientras que otros permanecerán fijos en el eje lateral, y así para ellos no llegará el día sobre su mundo paralelo. Y sin embargo, sí vendrá en el nuestro. De modo que todo puede ser y no ser al mismo tiempo. Es algo muy sorprendente.  ¿Preguntan ustedes ahora cuál es el acontecimiento que señala el establecimiento o el restablecimiento del Reino? Por supuesto, no puede ser otra cosa más que la Parusía, el regreso del Rey.

Si se sigue mi razonamiento sobre la existencia de mundos apilados sobre un eje lateral, se puede razonar así: «La segunda Resurrección no ha tenido evidentemente lugar todavía... al menos sobre esta pista, en este universo». Pero entonces es lógico especular: Quizá esto ya ha ocurrido sobre otra pista, en medio de todas las demás. De hecho, quizá esto ha ocurrido exactamente como queda estipulado en el Nuevo Testamento: durante la existencia de aquellos que vivían en la era apostólica». Me gusta este concepto.

Qué idea para una novela, una Tierra paralela en la cual tuvo lugar la Parusía.  Digamos hacia el año 70; o más bien durante la Edad Media... ¿por qué no durante las Cruzadas cátaras? ¡Qué hermoso tema para una novela sobre los mundos paralelos! El protagonista es transportado de nuestro universo, en el cual no ha tenido lugar la Segunda Resurrección, o no se ha hallado su lugar, y se encuentra en un mundo donde el acontecimiento ocurrió hace siglos. 

Han seguido ustedes mis conjeturas, y se dan cuenta tan bien como yo de la posibilidad de que exista un número indefinido de mundos superpuestos. Quizá algunos vivamos en uno, otros en otro, otros aún en otro diferente, y todo acontecimiento de una pista no pueda ser percibido por los habitantes de otra pista. Entonces voy a decir lo que siento deseos de decir, y eso será bastante.  Creo haber captado un día una pista en la cual el Salvador había vuelto.

Pero fue una experiencia muy rápida. Ahora ya no existo en ese mundo. Ni siquiera estoy seguro de haber estado jamás en él. Con toda seguridad es probable que no vuelva nunca allá. Llevo el luto de esa pérdida, pero sigue siendo una pérdida; de alguna forma hice un movimiento lateral y después volví a caer, y había desaparecido. Una montaña desvanecida, un torrente, el sonido de campanas.  Todo eso desapareció para mí, completamente.

Tanto en mis relatos como en mis novelas, hablo a menudo de mundos trucados, de universos semirreales, de pequeños mundos privados y locos que a menudo son habitados por una sola persona mientras que los demás personajes permanecen en su propio campo hasta el final o son aspirados a uno de los mundos extraños. Este tema es constante en la totalidad de mis veintiséis años de escritor. Durante todo este tiempo jamás he conseguido una explicación teórica consciente de mi interés hacia los pseudomundos pluriformes.

Pero ahora creo comprender. Presentía la multitud de las realidades parcialmente formadas que rozaban aquella que nosotros llamamos real. Aquella que, por un consenso de la mayoría de entre nosotros, compartimos.

Al principio presumía que las diferencias entre estos mundos provenían tan solo de la subjetividad de los diversos puntos de vista, pero no necesité mucho tiempo para preguntarme si no había más que eso... si de hecho las realidades plurales no se superponían las unas a las otras como una serie de diapositivas. Lo que aún no comprendo es como una realidad entre la totalidad se actualiza a expensas de las demás. ¿O quizá no lo hace? ¿O quizá depende del hecho de que un número suficientemente grande de gente comparte el mismo punto de vista? Pero probablemente el mundo matriz, aquel que contiene el verdadero núcleo de la existencia, ya no debe estar determinado por el Programador.

El (o «lo») articula, imprime -si puede expresarse así-, la elección de las matrices y les da su sustancia. El corazón o la esencia de la realidad que la recibirá, que la esperará -y hasta qué punto-, he aquí el proyecto del Programador; selecciona y selecciona en el trayecto de su creatividad, de la construcción de los mundos que parece ser su tarea. Quizá intente resolver un problema, y nosotros formemos parte del proceso de resolución.

Creo que la metáfora del ajedrez podría servirnos mucho para comprender cómo puede hacerse -de hecho debe hacerse- la reprogramación de las variables a lo largo del eje temporal que conduce a la solución del problema.

Frente al Programador/reprogramador se alza una contra-entidad, lo que Joseph Campbell denomina el Oscuro Adversario. Dios, el Programador, no hace sus jugadas contra la materia inerte; debe enfrentarse a un enemigo astuto. Imaginemos que sobre el tablero de ajedrez -nuestro universo espacio temporal- el Oscuro Adversario ha efectuado su jugada; pone en acción una realidad. Como sea que él es el jugador maléfico, su deseo se orienta hacia lo que nosotros llamamos el mal: la degenerescencia, el poder de la mentira, la muerte y todas las formas de corrupción, la prisión de las fuerzas inmutables de la causa y del efecto.

Pero el Programador ha efectuado ya su respuesta; los movimientos de sus piezas ya se han producido. Lo que nosotros percibimos como acontecimientos históricos, el proceso de impresión, pasa por etapas de relaciones dialécticas, de tesis y de antítesis, mientras las fuerzas de los dos jugadores se enfrentan. Así se le presenta una síntesis al Oscuro Adversario, pero al mismo tiempo eso no es completamente cierto, puesto que nuestro gran abogado ha seleccionado por anticipado variables cuyas sucesivas alteraciones le conducirán a la victoria.

A cada secuencia que gana se lleva consigo a aquellos de nosotros que participaban en la batalla. Es por eso por lo que la gente reza de una forma instintiva: Libera me Domine, lo que puede decodificarse así: «extírpame, Programador, inclúyeme en el triunfo de tus sucesivas victorias. Llévame contigo a lo largo del eje lateral a fin de que no quede abandonado». Lo que quiere decir «ser abandonado» es permanecer bajo la jurisdicción del poder maligno, o caer bajo sus garras.


Pero esta fuerza demoníaca, pese a todas sus artimañas, ha perdido ya la guerra, aunque gane una batalla, ya que de un cierto modo el adversario es ciego y el Programador posee así una ventaja.

El gran filósofo árabe medieval Avicena escribía que Dios no ve el tiempo como nosotros; es decir que para él no existe el pasado, el presente o el futuro. Supongamos ahora que Avicena tiene razón, imaginamos una situación en la cual Dios, desde su punto de contemplación superior, decide intervenir en nuestro mundo espaciotemporal; es decir, sale de su Reino fuera del tiempo para echar un vistazo a la historia humana. Si para él no existe más que una realidad omnipresente, puede penetrar del mismo modo en lo que para nosotros es el pasado como en lo que para nosotros parece ser el presente o el futuro.

Esto es exactamente similar a la posición de un jugador de ajedrez que observa el tablero; puede mover cualquiera de las piezas que desee.

Si seguimos el razonamiento de Avicena, podemos decir que Dios, en su deseo de desencadenar la Parusía, no necesita limitar este acontecimiento a nuestro presente o a nuestro futuro; puede cambiar el pasado de nuestra historia; puede hacer de modo que todo haya ya ocurrido. Y esto sería cierto con relación a no importa cuál cambio que deseara efectuar, tanto los grandes como los pequeños.

Supongamos por ejemplo que una peripecia del año 1970 no coincide con lo que Dios ha previsto. Puede suprimirla o transformarla, mejorarla, puede hacer lo que quiera, incluso partiendo de un punto precedente del tiempo lineal. He aquí su ventaja. Presumo que tales alteraciones, la creación o la selección de los calificados «presentes paralelos», llegan constantemente; y el simple hecho de que podamos comprender conceptualmente esta noción (considerarla como una idea) constituye la primera etapa que conduce al descubrimiento del propio proceso.

Pero dado ser capaz de demostrar -jamás realmente-, probar científicamente, la existencia de tales cambios laterales. Todo lo que probablemente obtendríamos como prueba serían vestigios de recuerdos, impresiones fugaces, sueños, intuiciones nebulosas que nos revelarían que había algo diferente... no antes sino ahora. Buscaríamos a tientas el interruptor del cuarto de baño para descubrir que está -que siempre ha estado- en otro lugar distinto.

Querríamos hallar la toma de aire de nuestro coche allá donde no está... un reflejo dejado por un presente anterior, aún activo a nivel subcortical. Soñaríamos con gente y con lugares que jamás habríamos visto, y eso de forma tan clara como si los hubiéramos conocido realmente. Pero no sabríamos qué hacer con estas sensaciones, ni siquiera aunque nos tomáramos el tiempo de reflexionar sobre ellas. Probablemente nos obsesionaría sin cesar una impresión muy clara, sin dejarnos jamás explicación: la sensación acerada, absoluta, de que un día hicimos aquello que estamos realizando ahora, que hemos vivido ya, por decirlo así, una situación o un momento particular... ¿pero cómo podría ser llamado esto «ya vivido», cuando tan solo hablamos del presente, y no del pasado?

Tendríamos la abrumadora impresión de revivir el presente, quizá en sus más pequeños detalles, de escuchar las mismas palabras, de pronunciar las mismas frases... Presumo que estas impresiones son válidas y significativas, y llegaré incluso a decir que tales sentimientos son el índice de que en un cierto punto del pasado hubo una variable que cambió -fue reprogramada-, y que así emergió un mundo paralelo, halló su realidad reemplazando a uno precedente, y que de hecho vivimos de nuevo exactamente esta porción particular del tiempo lineal. Una brecha, un cambio, ha tenido lugar, pero no en nuestro presente... ha afectado a nuestro pasado.

Una tal transformación tendría por supuesto un extraño efecto sobre las personas implicadas; se verían por así decir retrocedidas una o varias casillas sobre el tablero del ajedrez que constituye su realidad. Esto podría ocurrir un número indefinido de veces, afectar a un número de gente en el tiempo donde serían programadas nuevas variables. Deberíamos revivir cada programación sobre la línea consecuente del eje temporal; pero para el Programador al que llamamos Dios... para él los resultados de la reprogramación serían aparentes inmediatamente.

Puesto que nosotros nos hallamos en el interior del tiempo y él no. Esto es algo que podría explicar también la impresión que tienen algunas personas de haber vivido vidas anteriores. Quizá las hayan conocido, pero no en el pasado, no en vidas precedentes, sino más bien en el presente. En lo que es quizá una sucesión infinitamente repetida de presentes, somos como las agujas de un gran reloj barriendo eternamente el mismo circulo, arrastrados todos sin saberlo, y sin embargo portadores de un sordo conocimiento.

Puesto que al final de cada enfrentamiento de la tesis y de la antítesis entre el Oscuro Adversario y el Programador divino, emerge una nueva síntesis, puesto que cada vez puede ser procreado un mundo paralelo, y puesto que concibo que a cada síntesis el Programador consigue una victoria, cada nuevo mundo, cada vez, puede ser no solamente una mejora sobre el mundo precedente, sino también un progreso sobre todos aquellos que permanecen latentes.

La nueva creación es mejor pero por supuesto no perfecta... es decir final. Es simplemente un estadio mejorado en el interior de un proceso. Veo claramente que el Programador utiliza perpetuamente los universos anteriores como una gigantesca reserva para las próximas síntesis; el universo anterior posee pues aspectos de caos, de anemia, en relación con el cosmos que emerge de él. Así se produce, de una cierta forma que nosotros no podemos percibir, el proceso sin fin de la secuencia de los mundos paralelos que emergen y se vuelven reales: este proceso es negentrópico.

En mi novela Ubik, propongo la noción de un movimiento sobre un eje antrópico retrógrado, en términos de forma platónica más que en los aspectos habituales de degradación y de regresión. Es posible que el movimiento hacia delante, normal a lo largo del eje alejándose de la entropía, la acumulación en vez de la pérdida, sea idéntico al eje que yo caracterizo como lateral, que llamo el tiempo ortogonal en oposición al lineal.

Si esto es exacto, Ubik contiene por inadvertencia lo que podríamos llamar una idea más científica que filosófica. Me permito aquí hacer suposiciones. Pero el autor de ficción puede que haya escrito mucho más de lo que cree saber. Lo que nos impide ver la jerarquía de las formas que evolucionan a cada nueva síntesis es nuestra ceguera a los mundos inferiores, no actualizados. Y este proceso de interacción, que ve formarse continuamente de nuevo, anula a cada etapa lo que existía anteriormente.

A cada instante presente poseemos el pasado de dos modos tan poco firmes el uno como el otro: retenemos las huellas externas y objetivas del pasado fijadas en el presente; retenemos también nuestros recuerdos internos. Pero ambos se hallan sujetos a las leyes de la imperfección, ya que simplemente son fragmentos de realidad que recuerdan la forma intacta. Lo que guardamos de ella tanto fuera como dentro no es pues más que señales inadecuadas para guiarnos. Eso se halla implicado en la simple emergencia de lo realmente nuevo; si es realmente nuevo, debe matar lo antiguo, la-forma-que-era-antes.

Y muy especialmente lo que no estaba aún completamente dispuesto. Ahora tenemos necesidad de localizar, de llevar al estrado de los testigos, a alguien que haya conseguido de la manera que sea retener recuerdos de un presente distinto, las sensaciones latentes de un mundo paralelo, de un lugar significativamente diferente al nuestro, al que es real en este momento. Según mis hipótesis teóricas, estos recuerdos fluidos serán muy seguramente los de un universo peor que este. Puesto que no resulta razonable pensar que Dios, el Programador/reprogramador, sustituiría una realidad por otra peor, ya sea en términos de libertad, de belleza, de amor, de orden o de salud, sea cual sea la referencia que tomemos para juzgarla.

Cuando un mecánico repara su coche averiado, no lo destruye más de lo que estaba; cuando un escritor compone una segunda versión de un libro, intenta mejorarla, no degradarla. De una manera totalmente teórica, supongo que se podría argumentar que Dios es quizá malo o está loco y que cada vez sustituye sus mundos por otros peores que el anterior, pero francamente no puedo tomar esta idea en serio. Pasemos de largo sin hablar más de ella.

Preguntémonos entonces: ¿alguien recuerda, aunque sea de una manera imprecisa, una Tierra del año 1977 que fuera más terrible que esta? ¿Han visto nuestros jóvenes, han soñado nuestros viejos en una tal realidad? ¿Han soñado muy exactamente esta pesadilla de un mundo de esclavitud y de maldad, de prisioneros y de carceleros, de policía ubicua? Yo lo he hecho. Yo he hablado de estos sueños novela tras novela, relato tras relato; para citar dos obras en las cuales el presente anterior es particularmente poco atractivo: “El hombre en el castillo”, y mi novela de 1974 sobre el Estado policial americano, “Fluyan mis lágrimas, dijo el policía”. Ahora voy a exponerme francamente ante ustedes: he escrito estas dos novelas fundándome en recuerdos residuales fragmentarios de un mundo reducido a una tal esclavitud horrible... aunque quizá el término «mundo» esté mal escogido, y debiera decir “los Estados Unidos”, ya que en ambos libros escribía sobre mi propio país.

En “El hombre en el castillo” hay un novelista, Hawthorne Abendson, que ha descrito un mundo paralelo en una novela donde Alemania, Italia y el Japón perdieron la Segunda Guerra Mundial. Al final de “El hombre en el castillo”, una mujer aparece en el porche y le dice a Abendson lo que este no sabía: que su novela es cierta; que el Eje ha perdido realmente la guerra. La ironía de este “final Abendson” que descubre que lo que él creía que era ficción surgida de su mente es un hecho real, es la siguiente: que mi propio trabajo supuestamente ficticio, “El hombre en el castillo”, no es ficción... o más bien es ficción tan solo ahora, gracias a Dios.

Pero ha existido un mundo paralelo, un presente anterior, en el cual esta pista temporal en particular se hizo real... luego fue suprimida por una intervención en su pasado. Estoy seguro de que mientras ustedes me están escuchando decir esto, no me creen realmente; ni siquiera creen que yo crea en ello. Pero es cierto pese a todo; he guardado el recuerdo de este otro mundo. Y es por ello por lo que lo hallarán descrito de nuevo en el libro más reciente “Fluyan mis lágrimas, dijo el policía”. El mundo de “Fluyan mis lágrimas...” es actual (o más bien fue actual), y lo recuerdo con detalle. No sé quién más compartirá este conocimiento. Quizá nadie.

Quizá todos ustedes que están ahora aquí han estado siempre en este universo. Pero yo no. En marzo de 1974, empecé a recordar conscientemente, y no ya con mi subconsciente, este mundo de metal oscuro, este estado policial sembrado de prisiones. Cuando volvió mi memoria, no experimenté la necesidad de comunicarla a los demás porque se refería a un universo que siempre había descrito.

Mi sorpresa fue sin embargo terrible, pueden imaginarla ustedes, al darme cuenta conscientemente y de pronto de que era así. Pónganse en mi lugar. Novela tras novela, relato tras relato, durante veinticinco años, había estado describiendo constantemente ese decorado, ese paisaje terrible. En marzo de 1974 comprendí por qué mi escritura volvía siempre a la toma de consciencia de ese mundo particular. Tenía buenas razones para hacerlo. Mis novelas y mis relatos cortos eran autobiográficos, sin que yo me diera cuenta conscientemente de ello.


El retorno de mi memoria fue la experiencia más extraordinaria de mi vida. Debería decir más bien de mis vidas, puesto que he vivido al menos dos, una allá abajo y luego otra aquí, donde nos hallamos en este momento.

Puedo incluso decirles lo que despertó mis recuerdos. A finales de febrero de 1974, me administraron pentotal sódico antes de extraerme una muela del juicio cariada. Más tarde aquel mismo día, una vez vuelto a mi casa pero aún profundamente bajo la influencia del medicamento, me vinieron los recuerdos en un relámpago tan breve como preciso. En un instante abracé toda la visión, y casi tan aprisa ya la había rechazado... rechazado pero no sin darme cuenta de que lo que había desterrado de mis recuerdos profundos era auténtico. Entonces, a mediados de marzo, el cuerpo entero, intacto, de mi memoria comenzó a regresar.

Son ustedes libres de creerme o no, pero les doy mi palabra de que no bromeo; esto es serio, y muy importante. Estoy seguro de que aceptarán ustedes al menos que es incluso sorprendente el que pueda proclamarles una tal experiencia. La gente pretende a menudo recordar vidas anteriores; yo creo más bien recordar un presente muy, muy diferente. No conozco a nadie que haya efectuado una declaración así antes que yo, pero tengo la sospecha de que mi experiencia no es única; lo que quizá sea único sea el hecho de que yo quiera hablar de ella. Si me han seguido ustedes hasta aquí, quizá acepten avanzar un poco más lejos conmigo.

Querría compartir con ustedes algo que encontré entre mis recuerdos vueltos a mí. En marzo de 1974 las variables reprogramadas se engranaron, y apareció el resultado de una alteración de una o varias variables en el pasado... probablemente a finales de los años cuarenta. Lo que ocurrió entre marzo y agosto de 1974 fue el resultado del cambio de al menos una variable una treintena de años antes que desencadenó un oleaje de fondo para culminar en lo que constituye un acontecimiento histórico único, de una importancia espectacular: la expulsión de su cargo de un presidente de los Estados Unidos, Richard Nixon, y de todos sus asociados.

En el mundo paralelo que recuerdo, el Movimiento por los derechos civiles, la Facción para la paz de los años sesenta, había fracasado. Y por supuesto, Nixon se mantenía en su sitio. La fuerza que se oponía a él (si realmente existía algo que podía o hubiera podido hacerlo) no era bastante potente.

Era necesario pues, que uno o varios factores tendentes a la destrucción de las fuerzas tiránicas que se habían enquistado fueran introducidas retroactivamente para nosotros. Treinta años más tarde, en 1977, la balanza se inclinó del otro lado. Examinen el texto de “Fluyan mis lágrimas...” recordando lo que fue escrito en 1970 y publicado en los Estados Unidos en febrero de 1974; hagan el esfuerzo de reconstruir la serie de los acontecimientos anteriores que hubieran podido desembocar en el mundo descrito en el libro, tal como se desarrolla en nuestro próximo futuro.

Piensen también en lo que no habría tenido que llegar. Un tema menor pero crítico ha sido rozado dos veces (creo) en “Fluyan mis lágrimas...”. Tiene que ver con Nixon. En el mundo futuro de “Fluyan mis lágrimas...”, en el terrible estado de esclavitud que existe y con toda evidencia ha existido desde hace decenios, la gente recuerda a Richard Nixon como un líder brillante y heroico... de hecho, se habla de él como del “Segundo hijo de Dios”. Este indicio y muchos otros muestran que “Fluyan mis lágrimas...” no concierne a nuestro futuro sino al de un mundo paralelo.

En el momento en que se inicia “Fluyan mis lágrimas...”, los negros se han convertido en una rareza ecológica, protegidos «como lo son los patos salvajes». En la novela se ven raramente negros en las calles de los Estados Unidos, y sin embargo, el año en que se desarrolla no está situado más que a once años de aquí: en octubre de 1988. Evidentemente, el genocidio fascista contra los negros comenzó en los Estados Unidos de mi novela mucho antes de 1977; varios lectores me lo han hecho notar. Uno de ellos me ha demostrado, incluso, que una lectura atenta de “Fluyan mis lágrimas...” muestra no solamente que la sociedad descrita no podía pertenecer más que a un mundo paralelo, sino que misteriosamente también, al final de la novela, el protagonista Felix Buckman parece haberse deslizado en otro mundo, donde los negros no han sido exterminados.

Al principio del libro se precisa que una pareja de color no es autorizada por la ley a tener más de un solo hijo; sin embargo, al final, el negro que trabaja en la gasolinera abierta durante toda la noche saca con orgullo su cartera y le muestra al jefe de policía Buckman las fotos de sus tres hijos. La forma tranquila con que el negro muestra sus fotos a un completo desconocido indica que por una razón tan extraña como inexplicada ya no es ilegal tener varios hijos para una pareja de su raza. En cierto modo, exactamente igual que el señor Tagomi cae por un instante en nuestro presente paralelo, el general Buckman de “Fluyan mis lágrimas...” ha hecho lo mismo.

Resulta también evidente en el texto cuándo y dónde se produce esto. Pasa exactamente antes de que aparque su vehículo volante en la gasolinera nocturna y encuentre -y de hecho se alegre de ello- al negro; el momento del cambio, aquel en el que el mundo absolutamente represivo de la mayor parte del libro desaparece, se sitúa durante el intervalo en que el general Buckman tiene un extraño sueño sobre un hombre viejo de aspecto real llevando una lanosa barba blanca, vestido con un manto suntuoso y un casco, y que avanza al frente de una procesión de caballeros vestidos del mismo modo... este rey y sus caballeros paseándose en el mundo real de granjas y de pastos donde el general Buckman había vivido cuando niño.

Creo que este sueño era la retrascripción gráfica en el espíritu de Buckman de la transformación que se desarrollaba en el mundo objetivo; era una especie de análogo interno a aquello que ocurría fuera de él en el mundo entero. Esto explica el cambio producido en Buckman, el jefe de la policía transformado que se posa en la gasolinera, dibuja un corazón atravesado por una flecha y se lo da al hombre de color en prueba de amor. El Buckman de la gasolinera no es el que aparece en los anteriores capítulos de la novela: la transformación es completa. Pero él no se da cuenta de ello. Solo Jason Taverner, aquel que fue un día un célebre presentador de televisión, para despertarse una mañana en un mundo que jamás había oído hablar de él... solo Taverner, cuando su popularidad misteriosamente desaparecida vuelve a él, comprende que existen varias realidades paralelas -dos para una lectura rápida, al menos tres si se estudia cuidadosamente la conclusión-, solo Jason Taverner recuerda.

Este es el tema del libro: una mañana Jason Taverner, actor de televisión y cantante popular, se despierta en un sórdido hotel lleno de pulgas y se da cuenta de que sus documentos de identidad han desaparecido; más grave aún, descubre que nadie le conoce... por alguna razón misteriosa toda la población de los Estados Unidos ha olvidado completa y colectivamente en un instante de tiempo lineal a un hombre cuyo rostro aparecía en la portada del Times y debería ser instantáneamente reconocido por todos los lectores. Digo en este libro: «Toda la población de un gran país, amplio como un continente, puede despertar una mañana y haber olvidado completamente una cosa que antes conocían todos; nadie extrae de ello ninguna lección».

En la novela es un artista conocido a quien han olvidado; lo cual en realidad no tiene importancia más que para esa vedette o antigua vedette en particular. Pero mi hipótesis presentada aquí en una forma enmascarada es que si un país entero puede en una sola noche olvidar algo que conoce, puede también olvidar otras, más importantes; cosas terriblemente importantes.

Hablo de una crisis de amnesia que afectara a millones de personas; recuerdos trucados que serían implantados. El tema de los recuerdos artificiales es un hilo constante que enlaza mis escritos a través de los años. Lo cual puede aplicarse también a Van Gogh. Y sin embargo, ¿puede considerarse esto como una posibilidad digna de atención, algo que podría realmente ocurrir? ¿Quién de entre nosotros se ha preguntado eso? Yo no lo he hecho nunca antes de marzo de 1974; me incluyo en esta pregunta.

Recordarán ustedes que cuando el general Buckman se desliza en un mundo mejor, cambia interiormente, de una forma que corresponde a las cualidades del nuevo lugar, más justo, más acogedor en el cual la tiranía de la policía ha comenzado ya a desvanecerse como una pesadilla cuando el durmiente despierta.

En marzo de 1974 cuando encontré de nuevo mis recuerdos olvidados (un proceso llamado en griego anamnesis, lo cual quiere decir literalmente la pérdida del olvido más que el simple acto de recordar)... cuando estos recuerdos penetraron de nuevo en mi consciencia, como en la del general Buckman, mi personalidad se transformó. De una forma fundamental y sutil. Era yo, y sin embargo ya no era yo. Me di cuenta de ello sobre todo por detalles ínfimos: elementos de los que hubiera debido acordarme pero que se me escapaban; otros que yo recordaba (¡y qué elementos!) pero que no hubiera debido recordar.

Con toda evidencia eran los vestigios de mi personalidad de lo que llamaré la pista A. Quizá estén ustedes interesados por uno de los aspectos más sorprendentes de mis recuerdos reencontrados. En el presente anterior, en la pista A, el cristianismo era ilegal, como dos mil años antes, en su nacimiento. Se lo consideraba subversivo y revolucionario... y déjenme añadir que esta apreciación de las autoridades policiales era correcta.

Tras el retorno de mis recuerdos, pasé casi dos semanas desembarazándome de la aplastante impresión de que debía velar con un secreto absoluto toda referencia a Cristo, todo acto sacerdotal. Históricamente, esto coincide con la estructura de una toma del poder fascista, particularmente la de tipo nazi. Ya lo han hecho con el cristianismo. Y si hubieran ganado la guerra, esta habría sido seguramente su política en la parte de los Estados Unidos que hubieran controlado.

Los testigos de Jehová, por ejemplo, fueron pasados por las cámaras de gas por los nazis al mismo tiempo que los judíos y los gitanos; habían sido puestos a la cabecera de la lista. Y en ese otro Estado moderno totalitario, quiero decir en la URSS, son barridos por la misma razón y sus miembros son perseguidos. Los tres grandes Estados tiránicos de la historia, aquellos que diezmaron su población cristiana -Roma, el Tercer Reich y la URSS- son, desde un punto de vista objetivo, tres manifestaciones de una única matriz.

Las propias creencias personales de ustedes respecto a la religión no importan aquí; hablo de un hecho histórico, y les ruego pues que reflexionen objetivamente sobre lo que significa mi terrible miedo ante las confesiones de fe y los ritos cristianos. Nos da un indicio decisivo sobre la sociedad de la pista A. Nos dice lo radicalmente diferente que era. Si ustedes me han seguido, me gustaría que aceptaran también otras revelaciones procedentes de mi memoria abierta por el pentotal sódico: era una prisión; era horrible; la barrimos del mismo modo que barrimos la tiranía de Nixon, pero era mucho más cruel, de una forma indecible; hubo una gran batalla y muchas pérdidas de vidas humanas.

Déjenme añadir aún otro hecho que quizá no sea muy importante pero que me interesa de todos modos. Fue en febrero de 1974 cuando mis recuerdos bloqueados de la pista A regresaron, y fue en febrero de 1974 cuando “Fluyan mis lágrimas...” fue finalmente publicada en los Estados Unidos tras dos años de espera. Todo pasaba como si la publicación del libro, tanto tiempo retrasada, significara en un cierto sentido que yo tenía derecho a recordar. Y que hasta entonces era mejor para mí permanecer en el olvido.

Por qué debía ser así es algo que no sé, pero tengo la impresión de que los recuerdos debían permanecer ocultos para preservar la creencia del autor en el carácter ficticio de su obra hasta que esta hubiera sido publicada. De otro modo quizá me hubiera detenido y de este modo hubiera interferido con la eficiencia de estos libros... de cualquier efecto que tuvieran o pudieran tener. Ni siquiera pretendo haber premeditado esta eficacia; quizá ni siquiera tenía ninguna en absoluto.

Pero en el caso en que hubiera tenido algún efecto -remarco la expresión “en el caso”- este hubiera sido seguramente el de despertar los recuerdos subliminales de los lectores para hacerlos remontar a una vida crepuscular... no hacerles recordar conscientemente, no como yo, hacerles estallar a la consciencia, pero sí ayudarles al recuerdo sordo y profundo, en los abismos de sus inconscientes, de lo que es una tiranía policial y de la necesidad vital de desembarazarse de ella ahora o mañana, en no importa qué lugar y para siempre.

En agosto, cinco meses más tarde, las intervenciones en el presente conocieron el éxito, aunque quizá fueran destinadas más bien a afectar un continuum futuro que al nuestro. Como he dicho ya al principio, las ideas parecen poseer una vida autónoma; se diría que aferran a la gente y la utilizan. La idea que me aferró a mí hace veintisiete años, y que nunca me ha soltado, es esta: toda sociedad en la que la gente interfiere con la vida privada de los demás no es una buena sociedad; todo Estado en el que el Gobierno «sabe más que usted», como el de “Fluyan mis lágrimas...”, es un Estado que debe ser derribado. Ya sea una teocracia, un Estado corporativo fascista, o un capitalismo monopolista reaccionario, o incluso un socialismo centralizante... no tiene importancia. Y no digo simplemente «esto puede llegar a ocurrir aquí» (queriendo decir los Estados Unidos), sino más bien «ha ocurrido aquí».

Lo recuerdo. Yo he sido uno de los cristianos rebeldes que han luchado y han ayudado en una cierta medida a romper la tiranía». Y me siento muy orgulloso de ello: orgulloso de ese yo mismo de la pista temporal A. Pero, desgraciadamente, hay una oscura mancha que arroja su sombra sobre mi orgullo ante el trabajo realizado allá abajo. Creo que en este mundo anterior yo no he vivido más allá de marzo de 1974. He caído, víctima de una trampa de la policía, de una emboscada, de una redada. Afortunadamente, en este mundo que llamaré la pista B, y que es aquel en el que vivimos, he tenido más suerte.

Pero hemos luchado aquí en esta línea de vida contra una tiranía mucho más benigna, mucho más estúpida. O quizá hemos tenido ayuda: el cambio de las variables históricas en nuestro pasado ha venido en nuestra ayuda. Algunas veces pienso (y es por supuesto para especulación, un fantasma feliz de mi alma) que puesto que hemos luchado allá abajo -puesto que lo hemos intentado, valerosamente-, a nosotros, que nos hemos visto indirectamente implicados, se nos ha dejado continuar viviendo aquí, pasado el punto terminal que había visto nuestra caída en ese otro mundo más duro.

Este  fue el efecto de una especie de bondad milagrosa. Este don gratuito me sirve para delimitar algunos aspectos del Programador. Me permite comprenderlo según su comportamiento. Creo que no podremos saber lo que es, pero sí podemos sentir los efectos de su presencia y podemos preguntarnos: «¿A qué se parece?» No «¿Quién es?», sino más bien «¿Cómo es?»

En primer lugar y sobre todo lo demás, controla los objetos, los procesos y los acontecimientos de nuestro espacio/tiempo. Para nosotros este es el aspecto principal, aunque debe poseer intrínsecamente caracteres de una grandeza más vasta que nos concierne menos. He hablado de mí en tanto que variable reprogramada, y lo he descrito como el Programador/reprogramador. Durante un corto período de marzo de 1974, en el momento en que fui resintetizado, comprendí a través de mis sentidos -es decir de una forma externa- que él estaba ahí.

En aquel momento no sabía lo que veía. Aquello se parecía a la energía plasmática. Tenía colores. Se movía rápidamente, ocupado en reunirse y en dispersarse. Pero lo que era aquello, lo que era él... ni siquiera ahora estoy seguro de ello, puedo solamente decirles que había simulado los objetos habituales y su proceso a fin de copiarlos de una forma tan perfecta que era invisible en medio de ellos. Aquellos que siguen el culto Veda dirían que era el fuego en el interior del sílex, la hoja en el estuche de la navaja.

Investigaciones posteriores me mostraron que en términos de experiencias culturales grupales, el nombre de Brahma es uno de los que ha recibido esta entidad omnipresente e inmanente. Cito un fragmento de un poema americano de Emerson que describe perfectamente mi experiencia: Aquellos que me excluyen se equivocan; puesto que cuando vuelan yo soy las alas. Yo soy el dolor y la duda, y el himno que canta el brahmán.

Quiero decir con eso que durante un tiempo muy breve -que ha durado algunas horas o quizá un día- no vi otra cosa más que al Programador. Todos los objetos que constituyen nuestro mundo pluriforme eran segmentos o porciones de segmento de su ser. Algunos estaban inmóviles, pero muchos se movían como porciones de un organismo en trance de respirar, de inhalar, de crecer, de cambiar, de evolucionar hacia un estado final que había elegido para sí mismo en su sabiduría absoluta.

Lo sentí como autocreador no dependiendo de nada excepto de sí mismo, porque simplemente no había nada excepto sí mismo. Mientras yo veía todo esto, sentía profundamente que todos los años de mi vida me habían dejado ciego; recuerdo haberle dicho a mi mujer, una y otra vez: «¡He recuperado la vista! Puedo ver de nuevo». Me parecía que hasta entonces no había hecho más que intentar adivinar la verdadera naturaleza de lo real.

Comprendía que no acababa de adquirir una nueva facultad de percepción, sino más bien que había reencontrado una antigua. Durante un día me fue dado el ver como todos podíamos ver hace millones de años. ¿Cómo habíamos podido perder esa visión, ese ojo superior? Los rastros morfológicos debían estar aún ahí en nosotros, latentes; no hubiera podido hacer otra cosa más que reencontrarla en algún momento u otro. Esto aún me intriga. ¿Cómo es que durante cuarenta y seis años he podido pasar mi tiempo adivinando oscuramente la naturaleza del mundo, y que de pronto me haya sido devuelta la vista para serme inmediatamente retirada y encontrarme de nuevo en mi casi ceguera?

El intervalo de mi visión coincide evidentemente con la intervención del Programador. Se había adelantado y se me había aparecido palpable, vivo, atento, hecho de materia terrestre; había salido de su escondite. Se dice que las religiones cristiana, judaica, e islámica, son cultos revelados. Nuestro Dios es el Deus absconditus: el Dios oculto. ¿Pero por qué? ¿Por qué es necesario que seamos engañados respecto a la naturaleza de la realidad? ¿Por qué se halla camuflado en una pluralidad de objetos heteróclitos y ha disfrazado sus movimientos en una serie de procesos debidos al azar? Todos los cambios, todas las permutaciones de la realidad que vemos son expresiones del desarrollo decidido de esta simple, esta única entelequia; es una planta, una flor, una rosa abriéndose. Es la zumbante colmena. Es la música, un canto.

Evidentemente he visto al Programador bajo su verdadero aspecto, tal como se comporta realmente, solo porque él tomó mi cuerpo para reconstruirlo, y es por ello por lo que afirmo «sé por qué lo he visto», pero no puedo decir «sé por qué ya no lo veo ahora, ni por qué los otros no tienen esta visión». Vagamos colectivamente en una especie de holograma láser, criaturas reales en un mundo manufacturado, una escena sobre la cual se hallan instalados artificios y criaturas en medio de los cuales se desliza un espíritu decidido a permanecer desconocido.

Un artículo periodístico sobre este tema podría titularse: UN AUTOR PRETENDE HABER VISTO A DIOS PERO NO PUEDE EXPLICAR LO QUE HA VISTO. Si considero el término que utilizo para designarlo: el Programador y el reprogramador... quizá pueda hallar un inicio de respuesta. Lo llamo así porque esto es lo que le he visto hacer: había programado ya antes las vidas de este mundo, pero estaba cambiando uno o varios factores capitales... todo ello a fin de completar una estructura o un proyecto.

Razono de esta forma: un sabio que hace funcionar un cerebro electrónico deforma, tara, perjudica la finalidad de sus cálculos dejándose introducir como un factor más en sus computaciones. Un etnólogo contamina sus descubrimientos participando en la cultura que estudia. Eso quiere decir que algunas veces, en algunos proyectos, es esencial que el observador se excluya de lo que observa. No hay nada malo en ello, no hay ningún siniestro engaño.

Es simplemente necesario. Si hemos sido transportados realmente de forma colectiva a lo largo de un camino trazado hacia un desarrollo deseado, la entidad responsable de nuestro movimiento sobre esas líneas, esta entidad que no solamente desea este logro sino que lo exige... no debe penetrar en su proyecto de forma palpable bajo pena de verlo abortar. Debemos pues dirigir nuestra atención no hacia el Programador sino hacia los acontecimientos programados.

Incluso si él permanece escondido, esos acontecimientos se nos aparecerán, nosotros formamos parte de ellos... somos de hecho los instrumentos que permiten que el proyecto llegue a su final. No hay ninguna duda en mi espíritu respecto al propósito más vasto e histórico de la transformación que pagó unos dividendos tan espectaculares y gloriosos en 1974. En este momento estoy escribiendo una novela al respecto; se llama Sivainvi, y estas letras son las siglas de «Sistema de Vasta Inteligencia Viva».

En la novela, un investigador del gobierno, muy dotado pero un poco loco, formula una hipótesis que declara, que existe en alguna parte en nuestro mundo un organismo imitador de una gran inteligencia; reproduce tan bien los objetos naturales y su proceso que los humanos no perciben jamás su existencia. Cuando por azar y debido a circunstancias excepcionales un humano lo percibe, le llama simplemente “Dios”, y no intenta ir más lejos.

En mi libro, de todos modos, el investigador está determinado a tratar a la gigantesca entidad imitadora del mismo modo como un sabio trataría no importa qué otra cosa que tuviera que observar. Hay por supuesto un problema; según su propia hipótesis, le es imposible detectar al ser... una experiencia muy frustrante para él.

Pero introduzco también en mi obra a otra persona, desconocida de la primera; ha conocido experiencias extrañas sobre las que no tiene ninguna teoría. De hecho, ha encontrado a Sivainvi, que está reprogramándola. Es esta última persona, que no es un sabio, con la que me identifico porque es, como yo, la que empieza a reencontrar recuerdos olvidados de otro mundo, cosa que no puede explicar. Y no tiene ninguna teoría. Ninguna.

En la novela, aparezco yo mismo como personaje, bajo mi propio nombre. Soy un escritor de ciencia ficción que ha aceptado un sustancioso anticipo para un futuro libro y que debe ahora terminar la novela antes de una fecha fijada. En el libro conozco a los dos hombres, Houston Paige, el investigador del gobierno con su teoría, y Nicholas Brady, que sufre las indescriptibles experiencias. Empiezo a servirme del material aportado por los dos personajes. Mi finalidad es simplemente llegar a terminar mi obra en el tiempo señalado por el contrato.

Pero, mientras continúo escribiendo sobre la teoría de Houston Paige y sobre las experiencias de Nicholas Brady, me doy cuenta poco a poco de que todas las piezas encajan las unas en las otras. Así tengo en mis manos, en la novela, tanto la llave como la cerradura, y soy el único en poder hacerlo.

Seguramente se darán ustedes cuenta de que es inevitable el que en uno u otro momento, Houston Page y Nicholas Brady se encuentren. Pero esta entrevista tiene un efecto extraño sobre Houston Paige, el teórico. Cuando obtiene la confirmación de su teoría Paige sufre los efectos de una crisis psicótica completa.

Podía imaginar, pero no podía creer. La teoría ingeniosa se halla disociada en su cabeza de la realidad. Y es una intuición en la cual creo firmemente: muchos entre nosotros creen en Sivainvi o en Dios o en Brahma o en el Programador, pero si alguna vez lo encontráramos realmente, no podríamos soportarlo. Seria como un niño vuelto loco por Papá Noel. Habría podido soportar la espera y la esperanza, habría podido rezar, habría podido desear, habría podido suponer, imaginar e incluso creer; pero la manifestación real... es demasiado para nuestros minúsculos circuitos.

Y sin embargo, el niño crece, y he aquí el hombre. Y los circuitos crecen también. ¿Pero puede uno recordar un mundo diferente y rechazado? ¿Puede uno percibir el gran espíritu lleno de proyectos que consigue esta abolición, que llega a desenredar los hilos del mal?

Una cosa que me gustaría que supieran ustedes es que me doy cuenta de lo que afirmo. Pretendo haber desenterrado los recuerdos escondidos de un presente anterior y haber captado al agente responsable de esta alteración... Estas afirmaciones no pueden ser probadas ni siquiera presentadas de modo que parezcan racionales. He pasado más de tres años esperando el momento en el que pudiera hablar a alguien que no fuese un amigo muy íntimo, de las experiencias que se iniciaron en el equinoccio de primavera de 1974.

Una de las razones que me motivan a hablar finalmente en público, a hacer mis declaraciones al descubierto, es un reciente encuentro con una mujer, que se parece a la experiencia de Hawthorne Abendson en “El hombre en el castillo” con Juliana Frink. Juliana ha leído el libro de Abendson sobre el mundo donde las fuerzas del Eje han perdido la guerra, y se siente obligada a revelarle lo que ella comprende del mismo. Esta escena final de “El hombre en el castillo” fue, creo, la fuente de un encuentro similar en mi historia más reciente “La fe de nuestros padres”, donde la hija Tania llega y desvela a los protagonistas la situación real... es decir que la mayor parte de su mundo es ilusorio, y que esta ilusión es deliberada.

Durante varios años he tenido la sensación, creciendo en mi como una planta, de que un día una mujer completamente desconocida me contactaría, me diría que tiene informaciones que proporcionarme, aparecería inmediatamente a mi puerta, como Juliana apareció en la de Abendson, y me diría de la forma más grave posible, exactamente lo que Juliana le dijo a Abendson... que mis libros, como los suyos, eran en una cierta forma reales, literal o físicamente, no ficción, sino verdad.

Y eso me ocurrió recientemente. Hablo de una mujer que leyó atentamente todas mis novelas, del mismo modo que muchos de mis relatos. Vino; era completamente desconocida para mí; y me informó. Al principio se sentía curiosa por saber si yo era consciente de ello o al menos sospechaba la verdad. El juego del escondite entre nosotros, el período de las preguntas vacilantes, duró tres semanas. Ella no me informó directa o inmediatamente, sino con mucha suavidad, vigilando bien cada paso sobre el camino de la comunicación, a fin de controlar mis reacciones.

Fue una tarea solemne para ella conducir su coche durante seiscientos kilómetros para ir a visitar a un autor del que había leído numerosos libros: obras de ficción surgidas de la imaginación del escritor, para decirle que existen mundos superpuestos en los cuales vivimos, y no solo uno. Que estaba segura de que, de un cierto modo, el autor estaba implicado en al menos uno de estos mundos, uno de los que habían sido suprimidos en un momento del pasado, construido de nuevo y después vuelto a situar en su sitio.

Luego ella le preguntaba también si el autor era consciente de la verdad. Fue un momento denso y feliz, aquel en el que ella pudo al fin hablar francamente; no se decidió a ello hasta que estuvo segura de que yo podía soportar la realidad. Pero yo hacía tres años ya que había adoptado la posición teórica de que mis recuerdos eran auténticos, era solamente una cuestión de tiempo antes de que se produjera un contacto, lento y lleno de precauciones.

Una persona que hubiera leído mis libros y, por una u otra razón, hubiera deducido la verdad a través de ellos, tomaría la iniciativa. Habría comprendido cuales eran las informaciones significativas dadas por mi obra. Ella sabia, puesto que ella había leído mis novelas, cuál era el mundo que yo había conocido, entre todos los mundos posibles; lo que ella no podía determinar hasta que yo se lo dijera, era que en febrero de 1975, yo había pasado a un tercer presente paralelo que llamaremos la pista C. Y este último era un jardín de paz y de belleza, un mundo superior al nuestro en trance de nacer a la existencia.

Pude así hablarle de tres universos, no de dos: el mundo prisión que había sido nuestro mundo intermedio, en el cual la guerra y la opresión existían aún, pero habían sido en gran parte vencidas, y un tercer mundo paralelo que un día, cuando las variables correctas de nuestro pasado hayan sido reprogramadas, se materializará para superponerse a nuestro presente. Ese es el mundo en el que me había despertado; cuando lo hagamos todos, será como si hubiéramos vivido siempre en él; el recuerdo del mundo intermedio, como el del universo prisión, habrá sido suprimido de nuestra memoria por una mano generosa.

Deben de haber otras personas como esta mujer que han deducido de evidencias internas en mis escritos, del mismo modo que de sus propios vestigios de recuerdos, que el paisaje que describo como ficticio es o ha sido literalmente real, y que si una realidad sombría ha podido ocupar una vez el espacio que habitamos, es razonable pensar que el proceso de reparación del tejido no se detendrá ahí; este no es el mejor de los mundos posibles, como tampoco es el peor.

Esta mujer no me dijo nada que yo ya no supiera, pero llegando por un camino independiente a conclusiones idénticas, me dio el valor de hablar, de revelar todo esto, aún sabiendo que no conocía la forma de verificar mis afirmaciones. Lo mejor que puedo hacer, mientras espero, es representar el papel de profeta, de los viejos profetas y de los oráculos, como la Sibila de Delfos, y hablar de un jardín maravilloso que se parece mucho a aquel en el que nuestros antepasados vivieron al parecer... de hecho, imagino a veces que este mundo es exactamente el mismo, que ha sido restaurado.

Como si una falsa trayectoria pudiera un día ser corregida completamente y nos encontráramos una vez más, allí donde estábamos hace miles de años, para vivir y ser felices. Durante los cortos instantes en que rocé el suelo de ese jardín, tuve la impresión muy clara de que era el hogar legitimo que un día habíamos perdido. No permanecí allí mucho tiempo... aproximadamente seis horas de tiempo real. Pero lo recuerdo muy bien.


En la novela que escribí con Roger Zelazny, Deus Irae, lo describo hacia el final, en el momento en que la maldición arrojada sobre el mundo es alzada por la muerte y la transfiguración del encolerizado Dios. Lo que más me sorprendió en ese mundo jardín, en esa pista C, son los elementos paganos que lo constituyen; no era lo que mi educación cristiana me había preparado para esperar. Incluso cuando empezó a desaparecer, seguí viendo el cielo. Vi la tierra y una enorme extensión de agua calmada y oscura, y muy cerca se hallaba una mujer muy hermosa, desnuda, a la que reconocí como Afrodita.

En aquel momento, este otro mundo mejor había disminuido hasta no ser más que un paisaje percibido a través de una puerta de dorado umbral; los contornos de la entrada pulsaban con una luz láser, y por desgracia disminuyeron y desaparecieron finalmente de mi vista; la puerta se había devorado a sí misma hasta no ser nada, sellando lo que había más allá. No he vuelto a verla luego, pero tengo la firme impresión de que era el próximo mundo... no el de los cristianos sino la Arcadia de los grecorromanos, algo más viejo y más hermoso que lo que mi propia religión puede conjurar para mantenernos en un estado de fe y de moral escrupulosas.

Lo que vi era muy antiguo y muy hermoso. El cielo, el mar, la tierra, aquella mujer maravillosa, y luego nada, puesto que la puerta se habla cerrado y yo me había quedado prisionero aquí. La vi alejarse con una profunda sensación de pérdida... la vi partir, puesto que todas las cosas giraban en torno a ella. Cuando miré en mi Enciclopedia Británica para ver lo que podía aprender sobre Afrodita, descubrí que no solo era la diosa del amor erótico y de la perfecta belleza estética, sino también la encarnación de las fuerzas generativas de la propia vida; su origen no era además griego: al principio había sido una divinidad semita, retomada más tarde por los griegos, que sabían tomar las cosas buenas cuando las veían pasar.

Durante aquellas horas maravillosas, lo que vi en ella fue una belleza que le falta en comparación a nuestra religión cristiana: una increíble simetría, la armonía palintona de la que habla Heráclito: la perfecta tensión de las fuerzas que se equilibran en la lira que esta encorvada por la tensión de las cuerdas pero parece completamente inmóvil, completamente en reposo. Y sin embargo la tensión de la lira es un equilibrio dinámico, que permanece inmóvil tan solo porque sus tensiones internas se anulan absolutamente. 


Esta es la cualidad de la belleza según los griegos: una perfección cuya dinámica es interior y que sin embargo parece inmóvil desde fuera. Contra esta armonía palintona, el universo opone el otro principio estético integrado en la lira griega: la armonia palintropa que caracteriza la oscilación de delante a atrás de las cuerdas al ser pulsadas. No vi a Afrodita como eso, y quizá el principio de oscilación continua sea el ritmo más profundo y más vasto del universo, el de las cosas que vienen a la existencia para desaparecer pronto; el del cambio por oposición a la estasis.

Pero durante un momento vi la paz perfecta, el reposo total, un pasado que habíamos perdido y que regresaba a nosotros por efecto de una oscilación lenta, para presentarse a nosotros como nuestro futuro, aquel en que todas las cosas serán restauradas.

En el Antiguo Testamento existe un pasaje fascinante en el cual Dios dice: «Puesto que modelo un nuevo paraíso y una nueva tierra, donde el recuerdo de las cosas desaparecidas no entrará en el espíritu y no turbará los corazones». Cuando releo este pasaje, me digo: creo conocer un gran secreto. Cuando el trabajo de restauración esté terminado, no nos acordaremos de las tiranías, de la cruel barbarie de la Tierra donde habitábamos; puesto que el texto dice que nos será dado el olvido.

Y si «nuestro corazón no debe ser turbado», es que el inmenso depósito del sufrimiento, del pesar y de la pérdida será borrado de nuestro interior como si jamás hubiera existido. Creo que este proceso se halla activo en este momento, que siempre ha estado activo en este momento. Y, gracias a Dios, hemos sido ya autorizados a olvidar lo que fue. Entonces quizá esté equivocado, en mis novelas y en mis relatos, empujándoles a ustedes al recuerdo.

PHILIP K. DICK