Desde tiempo inmemorial, ya no recordamos cuanto, nos hemos venido
sintiendo como forasteros en todos los lugares donde recalábamos, fueran estos
trabajos profanos o supuestamente iniciáticos.
La sensación era como de no pertenecer al lugar, estar de más, de paso
como si de un simple peregrino por el tránsito de la vida se tratara. Éramos
conscientes de que aún realizando bien nuestro trabajo, los lugares donde
atracaba terminaban, de un modo u otro, naufragando.
En tierras de León, España, fue donde me dí cuenta de una sensación que
denominé como el síndrome de Jonás y que nada tiene que ver con el síndrome
psicológico o psiquiátrico del mismo nombre.
Sí porque Jonás había sido llamado por la voz de Dios, que clamaba en
su interior para que se dirigiese a predicar a otra tierra, a otro lugar; pero la cobardía del Profeta hizo que
intentase huir de aquel reclamo divino haciéndose a la mar para alejarse lo
máximo posible de, Ninivé, la tierra donde estaba destinado a profetizar.
El barco pasó por una serie de tempestades espantosas y hasta que sus
tripulantes no lanzaron al mar a Jonás, la calma no regresó al agitado océano.
Esa misma sensación es la que yo tenía cuando pasaba por diferentes
empresas o escuelas iniciáticas. De algún modo, lo sabía, esos no eran los
lugares en los que debía de estar. Me constaba, de forma inconsciente, que
estaba siendo llamado a hacer algo diferente; pero Dios mío de mi Corazón ¿Qué
coño era eso que debía de realizar que devolviese a mi mundo a un remanso de
paz?
Tras profunda meditación y larga experiencia descubrí el secreto de
Todo, del Universo, de las almas gemelas, del sueño del hombre inducido por él
mismo y mantenido por algunas de sus más pérfidas criaturas, así como de su
necesario despertar y me puse a buscar a mi compañera del Alma, de forma
infructuosa tropecé una, dos, tres… veces tantas que ya no podría contarlas y
aún así no cejé hasta que en la lejanía, al otro lado del océano, a más de
nueve mil kilómetros de distancia vislumbré a una guerrera que caminaba entre
las nubes del cielo.
Acercó sus divinos labios hasta mi sangrante corazón y lo besó haciendo
que una aureola de dorada luz nos cubriese como una única esencia, de divina presencia.
Mi Caminante del cielo mora ahora conmigo, dentro de lo más profundo de
mí y, del mismo modo yo lo hago en ella. Pudiera parecer que tan larga
distancia separada por un inmenso océano, algún meridiano y muchos paralelos,
fuese un impedimento para que nuestra divina locura pudiera plasmarse en la
realidad; pero nosotros sabemos de la efímera fantasía de esta supuesta
realidad. En realidad jamás estuvimos separados sino que como sagrados siameses
siempre hemos estado juntos aunque viviendo supuestas vidas separadas.
Aralba