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miércoles, 29 de enero de 2014

En la Búsqueda II


La Vida está llena de pequeños detalles; pero cuya importancia es esencial para poder comprenderla y eso es lo que me sucedió durante los periodos de la pubertad y la adolescencia: Nada aparentemente importante; pero muchas cositas que determinarían el transcurso de mi existencia.

Había sido el niño educado e inteligente que la mayoría de las vecinas habrían querido para sí; pero también albergaba en mi interior una gran timidez que, de algún modo, frenaba mi natural relación con los chicos y chicas de mi edad. De hecho, me entendía mucho mejor con las personas mayores que con mis iguales del vecindario.

Rehuía cualquier tipo de pelea o confrontación violenta con el resto de chicos; pero cuando me había sido imposible evitarlo, me convertía en un terrible y oculto adversario digno de ser temido. Me enamoré, a los 15 años, perdidamente de Conchita, una vecina del Barrio; pero mi extrema cortedad me impidió que jamás le dijese nada al respecto y mantuve ese amor en lo más recóndito de mi corazón. Ya de mayores, habiendo pasado mucho tiempo y estando nuestras vidas hechas, se lo comenté como una anécdota y puedo asegurar que si no me dio un bofetón fue por pura educación. Me reprochó que no le dijese nada entonces y que en su momento se habría sentido muy complacida.

En el Instituto de Orcasitas, donde cursaba el bachillerato, conocí a Don Ambrosio, el curita de la Parroquia de San Bartolomé, que nos impartía clase de religión. Esa asignatura denominada como una de las tres marías: Trabajos manuales, educación física y religión era una de las que mejor se me daban, como si de algún modo hubiese nacido para ello y recuerdo que el Cura Ambrosio nos decía “Bien, ya hemos estudiado un pasaje de la Biblia; pero ahora quiero que vosotros me hagáis un resumen a vuestra manera de lo que habéis entendido o lo que os dice a vosotros. No es necesario que me repitáis, al pie de la letra, lo que dice el texto”

Yo ni corto ni perezoso me explayaba como si en ello me fuera la vida y fuese la principal asignatura del Curso. Mis interpretaciones eran absolutamente alegóricas, formando metáforas que sumadas al ya propio simbolismo implícito del contenido de la Biblia, formaban unos relatos de carácter surrealistas; pero en extremo coherentes. Eso hizo que mis extensos trabajos de varios folios, por ambas caras, constituyeran para el Profesor de Religión como especie de tesinas que requerían siempre un sobresaliente, como ejemplo, quizá, para que el resto de compañeros de clase supiesen por donde él quería que fuesen nuestros trabajos de religión.

Esos trabajos despertaron en mí un afán de conocer más acerca de esos asuntos y en esa estábamos cuando un día Delfín, mi amigo del Instituto ¿recordáis?, me tendió una ladina e intrigante emboscada en su propia casa. “Antonio ¿porqué no vienes a casa a tomar un café que me gustaría hablarte de algo importante?” Cuando llegué a su casa allí estaba con el Pastor de la Iglesia del Pelícano, 26 de Madrid: Don Carlos Gómez. Fue un auténtico bombardeo de pasajes bíblicos fuera de su contexto en donde se me instaba a creer en Jesucristo para poder salvarme. En aquel momento yo no lo consideré como una encerrona proselitista, aunque hoy no me cabe la menor duda que de eso se trataba. Allí los tenía a ambos hablándome de Jesús, la salvación del Infierno y la necesidad de aceptar a Jesús en mi corazón. Bien, lo hice y ello cambió mi vida. Nunca sabremos si para bien o para mal; pero es lo que estaba escrito en el Libro de mi Historia particular y por esos derroteros dirigí mi camino hasta el presente, aunque lo que ahora es, tenga poco o nada que ver con aquello que comencé…


Aralba