Había sido el niño educado e inteligente que la mayoría de las vecinas
habrían querido para sí; pero también albergaba en mi interior una gran timidez
que, de algún modo, frenaba mi natural relación con los chicos y chicas de mi edad. De
hecho, me entendía mucho mejor con las personas mayores que con mis iguales del vecindario.
Rehuía cualquier tipo de pelea o confrontación violenta con el resto de
chicos; pero cuando me había sido imposible evitarlo, me convertía en un
terrible y oculto adversario digno de ser temido. Me enamoré, a los 15 años, perdidamente
de Conchita, una vecina del Barrio; pero mi extrema cortedad me impidió que
jamás le dijese nada al respecto y mantuve ese amor en lo más recóndito de mi
corazón. Ya de mayores, habiendo pasado mucho tiempo y estando nuestras vidas
hechas, se lo comenté como una anécdota y puedo asegurar que si no me dio un
bofetón fue por pura educación. Me reprochó que no le dijese nada entonces y
que en su momento se habría sentido muy complacida.
En el Instituto de Orcasitas, donde cursaba el bachillerato, conocí a Don Ambrosio, el curita de la Parroquia de San
Bartolomé, que nos impartía clase de religión. Esa asignatura denominada como
una de las tres marías: Trabajos manuales, educación física y religión era una
de las que mejor se me daban, como si de algún modo hubiese nacido para ello y
recuerdo que el Cura Ambrosio nos decía “Bien, ya hemos estudiado un pasaje de la Biblia ; pero ahora quiero
que vosotros me hagáis un resumen a vuestra manera de lo que habéis entendido o
lo que os dice a vosotros. No es necesario que me repitáis, al pie de la letra,
lo que dice el texto”
Yo ni corto ni perezoso me explayaba como si en ello me fuera la vida y
fuese la principal asignatura del Curso. Mis interpretaciones eran absolutamente
alegóricas, formando metáforas que sumadas al ya propio simbolismo implícito
del contenido de la Biblia ,
formaban unos relatos de carácter surrealistas; pero en extremo coherentes. Eso
hizo que mis extensos trabajos de varios folios, por ambas caras, constituyeran
para el Profesor de Religión como especie de tesinas que requerían siempre un
sobresaliente, como ejemplo, quizá, para que el resto de compañeros de clase
supiesen por donde él quería que fuesen nuestros trabajos de religión.
Esos trabajos despertaron en mí un afán de conocer más acerca de esos
asuntos y en esa estábamos cuando un día Delfín, mi amigo del Instituto
¿recordáis?, me tendió una ladina e intrigante emboscada en su propia casa. “Antonio
¿porqué no vienes a casa a tomar un café que me gustaría hablarte de algo
importante?” Cuando llegué a su casa allí estaba con el Pastor de la Iglesia
del Pelícano, 26 de Madrid: Don Carlos Gómez. Fue un auténtico bombardeo de
pasajes bíblicos fuera de su contexto en donde se me instaba a creer en Jesucristo
para poder salvarme. En aquel momento yo no lo consideré como una encerrona
proselitista, aunque hoy no me cabe la menor duda que de eso se trataba. Allí
los tenía a ambos hablándome de Jesús, la salvación del Infierno y la necesidad
de aceptar a Jesús en mi corazón. Bien, lo hice y ello cambió mi vida. Nunca
sabremos si para bien o para mal; pero es lo que estaba escrito en el Libro de
mi Historia particular y por esos derroteros dirigí mi camino hasta el
presente, aunque lo que ahora es, tenga poco o nada que ver con aquello que comencé…
Aralba