miércoles, 29 de enero de 2014

En la Búsqueda III

Hace ya 40 años largos que abandoné la que fuera, y se resiste a seguir siéndo, la Religión oficial de mi País, España, la Iglesia Católica Apostólica y Romana. Mi primer contacto con la herejía fue con Don Carlos Gómez, mediante mi amigo del Instituto Delfín, Don Carlos era, por aquel entonces, Pastor de la Iglesia Evangélica Interdenominacional de la Calle del Pelícano veintiseis en Madrid, que pasaría primero a ser Bautista y después del Nazareno. 

Allí conocimos a Don Ramón, su suegro, un anciano y gruñón asturiano al que le gustaba correr demasiado con el coche, casado con Doña Esther, una norteamericana bajita y muy simpática. Don Ramón también era Pastor y dueñísimo de la casa en cuyos bajos se encontraban tanto la Iglesia como una pequeña y modesta librería. También pudimos entablar amistad con Manolo Espejo que era el que más carisma poseía de todos ellos, aunque no tuviese, por aquel entonces, la titulación de Pastor Evangélico y que en años posteriores tanto haría, en este País, por la transmisión del mensaje evangélista.

Fueron casi once años de mi vida los que ocupé en aquel lugar y, a decir verdad, el recuerdo que poseo es un tanto agridulce. Es cierto que aquella época fue muy peligrosa para la gente joven como yo y que muchos de los pertenecientes a mi generación acabaron cayendo en las garras de las drogas. Aquel islote de religiosidad protestante impidió que yo siguiese la misma suerte; pero por otro lado el sentimiento de culpa que te inundaba tras asistir a los sermones de los evangelicos era terrible. Salía uno de la Iglesia, sintiéndose tan pecador como si hubiese robado un banco o asesinado a algún semejante.

Solicité a Don Ramón realizar los estudios para Pastor Evangélico y me comentó, el muy bruto, ¿he dicho que era asturiano? Que no me encontraba preparado. En realidad, aquella época fue de las más prolíficas de mi vida, en cuestión de lectura bíblica, dado que cayeron en mi poder muchos libros de orientación teológica y apologética; en realidad, a lo que se refería el finado Don Ramón, era que no aportaba el Diezmo a la Iglesia. El Diezmo no es otra cosa que la décima parte de los ingresos económicos brutos, antes de retencion e impuestos. En aquella época yo estaba de aprendiz de electricista, ganaba una miseria y mi padre se encontraba en el Paro, como para aportar diezmos y otras gaitas.

No fue aquello lo que hizo que me decidiera a abandonar la Iglesia evangélica, sino que, algunos años después, el propio Don Ramón también se negó a casarme con Alicia, quien fuera mi novia entonces, porque tampoco la veía a ella preparada y dado que como no estaba bautizada pues la ceremonia evangélica no se podía llevar a cabo. Recuerdo que me dijo algo así y que me dejó descolocado: El matrimonio es un negocio y tu novia es monilla; pero tampoco es un bellezón como para que estés tan encoñado. En fin, que lo mandé, literalmente, por donde amargan los pepinos, abandoné la Iglesia Evangélica y me casé, con veintitrés años por lo civil, con Alicia, la que se convertiría en la madre de Miguel Angel, mi hijo mayor y de la que me divorciaría años después por motivos supuestamente relacionados con la búsqueda.

Mi afán de búsqueda no había cejado y recuerdo que en una revista que coleccionaba por aquel entonces “MUNDO DESCONOCIDO” había leído algo sobre los rosacruces. Me puse en contacto con la AMORC (Antigua y Mística Orden Rosae Crucis) y me mandaron el lujoso folleto "EL DOMINIO DE LA VIDA" que me pareció muy interesante e ilustrativo; al menos, el folleto era muy bonito y mostraba a casi todos los grandes hombres de la Historia como Rosacruces. En fin, tampoco pude unirme a la AMORC, dado que mi situación financiera, como he dicho, no era buena y no podía permitirme el gasto que suponía recibir las monografías de tan Digna y afamada Institución.

No recuerdo muy bien, como tiempo atrás, había caído en mis manos un humilde díptico, en papel reciclado, que milagrosamente aún conservaba, de la Rosicrucian Fellowship (La Fraternidad Rosacruz de Oceanside) donde se ofrecían cursos de Filosofía Rosacruz en tres niveles, Biblia y Astrología de forma gratuita, dado que, según decían ellos, las cosas del espíritu no se deben de prostituir por vil dinero, dado que si la enseñanza se había recibido de balde, de balde se debería devolver a los demás. Así se produjo mi primer contacto con las enseñanzas rosacruces, a las que tanto les debo y que tanta impronta ha supuesto en mi vida posterior, hasta la actualidad...

Aralba

En la Búsqueda II


La Vida está llena de pequeños detalles; pero cuya importancia es esencial para poder comprenderla y eso es lo que me sucedió durante los periodos de la pubertad y la adolescencia: Nada aparentemente importante; pero muchas cositas que determinarían el transcurso de mi existencia.

Había sido el niño educado e inteligente que la mayoría de las vecinas habrían querido para sí; pero también albergaba en mi interior una gran timidez que, de algún modo, frenaba mi natural relación con los chicos y chicas de mi edad. De hecho, me entendía mucho mejor con las personas mayores que con mis iguales del vecindario.

Rehuía cualquier tipo de pelea o confrontación violenta con el resto de chicos; pero cuando me había sido imposible evitarlo, me convertía en un terrible y oculto adversario digno de ser temido. Me enamoré, a los 15 años, perdidamente de Conchita, una vecina del Barrio; pero mi extrema cortedad me impidió que jamás le dijese nada al respecto y mantuve ese amor en lo más recóndito de mi corazón. Ya de mayores, habiendo pasado mucho tiempo y estando nuestras vidas hechas, se lo comenté como una anécdota y puedo asegurar que si no me dio un bofetón fue por pura educación. Me reprochó que no le dijese nada entonces y que en su momento se habría sentido muy complacida.

En el Instituto de Orcasitas, donde cursaba el bachillerato, conocí a Don Ambrosio, el curita de la Parroquia de San Bartolomé, que nos impartía clase de religión. Esa asignatura denominada como una de las tres marías: Trabajos manuales, educación física y religión era una de las que mejor se me daban, como si de algún modo hubiese nacido para ello y recuerdo que el Cura Ambrosio nos decía “Bien, ya hemos estudiado un pasaje de la Biblia; pero ahora quiero que vosotros me hagáis un resumen a vuestra manera de lo que habéis entendido o lo que os dice a vosotros. No es necesario que me repitáis, al pie de la letra, lo que dice el texto”

Yo ni corto ni perezoso me explayaba como si en ello me fuera la vida y fuese la principal asignatura del Curso. Mis interpretaciones eran absolutamente alegóricas, formando metáforas que sumadas al ya propio simbolismo implícito del contenido de la Biblia, formaban unos relatos de carácter surrealistas; pero en extremo coherentes. Eso hizo que mis extensos trabajos de varios folios, por ambas caras, constituyeran para el Profesor de Religión como especie de tesinas que requerían siempre un sobresaliente, como ejemplo, quizá, para que el resto de compañeros de clase supiesen por donde él quería que fuesen nuestros trabajos de religión.

Esos trabajos despertaron en mí un afán de conocer más acerca de esos asuntos y en esa estábamos cuando un día Delfín, mi amigo del Instituto ¿recordáis?, me tendió una ladina e intrigante emboscada en su propia casa. “Antonio ¿porqué no vienes a casa a tomar un café que me gustaría hablarte de algo importante?” Cuando llegué a su casa allí estaba con el Pastor de la Iglesia del Pelícano, 26 de Madrid: Don Carlos Gómez. Fue un auténtico bombardeo de pasajes bíblicos fuera de su contexto en donde se me instaba a creer en Jesucristo para poder salvarme. En aquel momento yo no lo consideré como una encerrona proselitista, aunque hoy no me cabe la menor duda que de eso se trataba. Allí los tenía a ambos hablándome de Jesús, la salvación del Infierno y la necesidad de aceptar a Jesús en mi corazón. Bien, lo hice y ello cambió mi vida. Nunca sabremos si para bien o para mal; pero es lo que estaba escrito en el Libro de mi Historia particular y por esos derroteros dirigí mi camino hasta el presente, aunque lo que ahora es, tenga poco o nada que ver con aquello que comencé…


Aralba