martes, 28 de enero de 2014

En la Búsqueda I

No, no, no… No vayan a creerse que la búsqueda comenzó hace cuarenta años cuando introduje la herejía protestante en mi Vida. 

La cosa viene de mucho más largo dado que cuando era muy pequeño y solo balbuceaba unas pocas palabras ya era un impenitente preguntón ¿Por qué? ¿Esto qué es? ¿Para qué?...; pero ni siquiera la cosa había comenzado entonces pues mi encuentro con el supremo misterio de la muerte ya se había producido al poco tiempo de nacer, cuando mi abuela Dolores falleció teniéndome a mí en sus brazos y tan fuerte me aferró que incluso, inerte, después pudo mantenerme en su regazo sin que yo cayera al suelo.

Mi carácter triste y melancólico hizo presa de mí a muy temprana edad, dado que no comprendía demasiadas cosas que a mis años aún no deberían de haber despertado, tales como las extremas diferencias que parecían establecerse entre los chicos y las chicas. El trato brutote de los niños y el más delicado de las niñas, ¿Por qué las niñas y mujeres se ponían faldas y los niños y hombres no? Tuve una infancia pobre; pero donde el cariño de mis padres nunca faltó.

Mis padres Antonio e Isabel no eran muy dados a eso de la religión y nunca pusieron demasiado énfasis en que fuese a misa los domingos; pero entre los siete y los nueve años de edad, de forma un tanto tardía cosa que se convertiría en mí como en una especie de seña de identidad me obligaron a hacer la Primera Comunión, dado que eso era algo omnímodo que no podíamos evitar pues tenía que hacerla como todo hijo de vecino además de que en el propio Colegio estaba siempre presente el Nacional Catolicismo con los rezos a María en Mayo y el canto del Cara al Sol con la mano derecha enhiesta y bien estirada.

En cierta ocasión, habiéndome trasladado del Poblado Dirigido de Orcasitas a lo que parecía ser la Iglesia de Orcasitas, como la Meseta de Orcasitas se conoce hoy a dicho Barrio, para recibir la correspondiente catequesis, al terminar hubo una misa y en el ínterin me encontré atrapado en una cola de chicos y chicas mayores que yo, que se dirigían hacia el altar donde se encontraba el Señor Cura repartiendo las hostias consagradas. Sin yo poder hacer mucho más y desconociendo la posible gravedad de la situación me dejé llevar y terminé comulgando con el que nos habían dicho que era el sagrado Cuerpo de Jesucristo.

Cuando todo acabó algunas niñas y niños conocidos y mayores que yo se acercaron diciéndome que había cometido un terrible e imperdonable pecado contra el Cuerpo del Señor, un Sacrilegio Blasfemo que era objeto de ipsofacta excomunión. Tengo que reconocer que llevé dicha lacra, en silencio, durante muchos y largos años hasta que pude hablar, no sin algún reparo, con Don Ambrosio quien fuera párroco de la Parroquia de San Bartolomé  y profesor mío de la Clase de Religión en el Instituto de Orcasitas…


Aralba